El paisaje no es un dato fijo, no es una distancia alejada o aproximada, no es natural ni artificial. Es una construcción de la mente, argamasa de capas de memoria y de junturas y hendiduras apuntaladas o fisuradas por la actividad diaria. Vemos según hemos sido adiestrados para ver. No vemos sino lo que suele confirmar las certezas ya conquistadas. La dirección de la vista no está destinada, sino señalizada. De modo que el paisaje no es desemejante a la naturaleza muerta. Sea el campo, sea una ciudad entrevista en la frontera, sean la acera y el pavimento de todos los días, los habitamos como si fueran museos naturales. En la ciudad, la actividad visual está engarzada a la celeridad o la parsimonia, pues nadie suele mirar dos veces, ni tan siquiera detenerse en las revelaciones que entre dos vistazos exponen verdades incontroladas, como a veces sucede con los fogonazos en la ruta. Quizás la esencia del video resida en el pestañeo, o en un ángulo de visión de 360º, devenidos en pórticos. Aquí, Silvia Rivas, Gabriela Golder y Andrés Denegri nos ofrecen tres variantes de la experiencia con el paisaje. Somos forasteros, en buena medida, en cada una de ellas.

I.
La obra de Silvia Rivas apela a nuestras sensaciones. Se diría que pretende “tocarlas”. ¿Qué hay en una sensación? Un despertar, un meneo inestable, una torsión orgánica. “Mira, no veas, no ves”, así se titulaba un trabajo anterior de la artista. Que haya llegado a existir en el mundo algo que llamamos “sentido de la vista” es un acontecimiento biológico muy extraño. Estamos tan habituados, tan engarzados a ese tajo dual del rostro que no solemos meditar en que existen muchas formas de vida carentes de visión
nítida y dotados de otro sentido del mirar. Así, el murciélago; así, el topo; así, los anélidos. Experimentamos una tautología que Silvia Rivas quiere desafiar, al menos conmover, con obras que parecen emanar de un caballete líquido y, además, sonoro. Un dejo de pincelada fluida en su obra nos advierte que la sustancia onírica, pero también la del tiempo, adquiere la forma de una lava primordial, en cuyos remolinos la esencia inasible de las imágenes se da cita y forma. Cuando el video deviene una paleta mutante, el globo ocular se transforma en una bobina de sueños, tan hipnóticos como reveladores. Y sin embargo, son umbrales iniciáticos. Entonces, nada más que “pequeños acontecimientos”, y nada menos que el relevamiento de una guerra nocturna. Rara vez la mirada se detiene en la pátina callejera amontonada por la incesante actividad humana, un lacre lunar que suele desaparecer por la mañana, eliminado por porteros y propietarios, pero que en muchas barriadas permanece como una costra imposible de erradicar. Silvia Rivas analiza, detallada y microscópicamente, el residuo, ese excremento socialmente aceptable aún, expelido por el gran manicomio urbano, tal cual una metástasis de la que todos pretenden desconcernirse, al igual que sucede con los rostros que encontramos en la calle, que son tantos, y tan inasibles y proteicos, que pueden ser sumidos fácilmente en la indiferencia, hasta que Silvia Rivas nos llama a enfrentarlos, a ellos, como apariciones, como revelaciones, como camafeos de lo diferente.

La mirada campesina es lenta, demorada, abarca la lejanía y el pormenor con igual devoción. A eso nos compele, también, el trabajo de Gabriela Golder, a mirar en la intemperie, es decir sin el amparo de las certidumbres urbanas. Es el disponerse a una larga espera. Numerosísimas actividades, muchas de ellas minúsculas como insectos, suceden en el campo, y solo destruyendo el “yo” atareado y sobreexcitado que el ruido omnipresente, el cartel ubicuo y el transporte continuo apuntalan podemos llegar a ser parte del paisaje en vez de partícula momentáneamente alejada de su todo funcional. Cesación de la taquicardia, abdicación del tiempo cronometrado. Es entonces cuando la gama cromática se abre límpida a la vista, y lo circundante adquiere estatura perenne: las vacas y los caballos, y hasta el perro piojoso, se transforman en seres mitológicos; la mosca resulta ser una minucia indestructible; y el poste de luz es más espantapájaros que transmisor de estremecimientos energéticos o comunicacionales. Una frase de Paul Celan, silenciosa y elocuente, sobresalta la calma en mitad del video, mientras adivinamos que este mundo no está necesariamente en paz, que miríadas de insectos devoran, desovan y destruyen. Y que hay alguien de más. Al observar estas vacas, descubrimos que somos nosotros los que estamos a la intemperie. ¿Por qué nos miran estos animales? La vaca observa a su futuro carnicero.

El paisaje no es un dato fijo, no es una distancia alejada o aproximada, no es natural ni artificial. Es una construcción de la mente, argamasa de capas de memoria y de junturas y hendiduras apuntaladas o fisuradas por la actividad diaria. Vemos según hemos sido adiestrados para ver. No vemos sino lo que suele confirmar las certezas ya conquistadas. La dirección de la vista no está destinada, sino señalizada. De modo que el paisaje no es desemejante a la naturaleza muerta. Sea el campo, sea una ciudad entrevista en la frontera, sean la acera y el pavimento de todos los días, los habitamos como si fueran museos naturales. En la ciudad, la actividad visual está engarzada a la celeridad o la parsimonia, pues nadie suele mirar dos veces, ni tan siquiera detenerse en las revelaciones que entre dos vistazos exponen verdades incontroladas, como a veces sucede con los fogonazos en la ruta. Quizás la esencia del video resida en el pestañeo, o en un ángulo de visión de 360º, devenidos en pórticos. Aquí, Silvia Rivas, Gabriela Golder y Andrés Denegri nos ofrecen tres variantes de la experiencia con el paisaje. Somos forasteros, en buena medida, en cada una de ellas.

I.
La obra de Silvia Rivas apela a nuestras sensaciones. Se diría que pretende “tocarlas”. ¿Qué hay en una sensación? Un despertar, un meneo inestable, una torsión orgánica. “Mira, no veas, no ves”, así se titulaba un trabajo anterior de la artista. Que haya llegado a existir en el mundo algo que llamamos “sentido de la vista” es un acontecimiento biológico muy extraño. Estamos tan habituados, tan engarzados a ese tajo dual del rostro que no solemos meditar en que existen muchas formas de vida carentes de visión nítida y dotados de otro sentido del mirar. Así, el murciélago; así, el topo; así, los anélidos. Experimentamos una tautología que Silvia Rivas quiere desafiar, al menos conmover, con obras que parecen emanar de un caballete líquido y, además, sonoro. Un dejo de pincelada fluida en su obra nos advierte que la sustancia onírica, pero también la del tiempo, adquiere la forma de una lava primordial, en cuyos remolinos la esencia inasible de las imágenes se da cita y forma. Cuando el video deviene una paleta mutante, el globo ocular se transforma en una bobina de sueños, tan hipnóticos como reveladores. Y sin embargo, son umbrales iniciáticos. Entonces, nada más que “pequeños acontecimientos”, y nada menos que el relevamiento de una guerra nocturna. Rara vez la mirada se detiene en la pátina callejera amontonada por la incesante actividad humana, un lacre lunar que suele desaparecer por la mañana, eliminado por porteros y propietarios, pero que en muchas barriadas permanece como una costra imposible de erradicar. Silvia Rivas analiza, detallada y microscópicamente, el residuo, ese excremento socialmente aceptable aún, expelido por el gran manicomio urbano, tal cual una metástasis de la que todos pretenden desconcernirse, al igual que sucede con los rostros que encontramos en la calle, que son tantos, y tan inasibles y proteicos, que pueden ser sumidos fácilmente en la indiferencia, hasta que Silvia Rivas nos llama a enfrentarlos, a ellos, como apariciones, como revelaciones, como camafeos de lo diferente.

II.
La mirada campesina es lenta, demorada, abarca la lejanía y el pormenor con igual devoción. A eso nos compele, también, el trabajo de Gabriela Golder, a mirar en la intemperie, es decir sin el amparo de las certidumbres urbanas. Es el disponerse a una larga espera. Numerosísimas actividades, muchas de ellas minúsculas como insectos, suceden en el campo, y solo destruyendo el “yo” atareado y sobreexcitado que el ruido omnipresente, el cartel ubicuo y el transporte continuo apuntalan podemos llegar a ser parte del paisaje en vez de partícula momentáneamente alejada de su todo funcional. Cesación de la taquicardia, abdicación del tiempo cronometrado. Es entonces cuando la gama cromática se abre límpida a la vista, y lo circundante adquiere estatura perenne: las vacas y los caballos, y hasta el perro piojoso, se transforman en seres mitológicos; la mosca resulta ser una minucia indestructible; y el poste de luz es más espantapájaros que transmisor de estremecimientos energéticos o comunicacionales. Una frase de Paul Celan, silenciosa y elocuente, sobresalta la calma en mitad del video, mientras adivinamos que este mundo no está necesariamente en paz, que miríadas de insectos devoran, desovan y destruyen. Y que hay alguien de más. Al observar estas vacas, descubrimos que somos nosotros los que estamos a la intemperie. ¿Por qué nos miran estos animales? La vaca observa a su futuro carnicero.

III.

Hay panoramas semejantes a espejismos. Quien se interna en ellos lo hace en una realidad grumosa, equivalente a leer fotocopias apenas legibles o a recibir una señal de radio defectuosa. Andrés Denegri es consciente que toda experiencia de un paisaje no reconocible es defectuosa, como lo sería una anfractuosidad, una reconfiguración de elementos antes dados por ciertos, o un desencuentro. Y lo es por propia experiencia, y en un pueblo minero y desconocido de Bolivia que bien podría pasar por una maqueta del “lejano oeste”. El oficio del video supone la habilidad del pistolero: la intimidad inmediata con la tecnología separa al artista dedicado a este menester del cineasta, más parecido al mariscal de campo que arroja ordenes a batallones de ingenieros, actores, contadores, abogados, extras, secretarias, meritorios y técnicos. Distinto también al director de la programación televisiva, semejante del jefe de un estado mayor de ejército que pasa revista a las tropas vivamente atareadas en una sala de comando. El video es una tarea de solitarios, y la disposición a desenfundar la filmadora es toda una definición del instinto de quien, cámara en mano, va por el mundo con ojos de zahorí. En Uyuni, la obra de Andrés Denegri, el paisaje, el diálogo de una pareja desavenida y la voz emitida por una radio se interfieren mutuamente y amenazan con encender la chispa de la combustión. Un hombre y una mujer, extranjeros en esa tierra, comprenden que están atrapados, y se debaten entre aceptar su condición, rindiéndose al paisaje, o encontrar un punto de fuga, resistiéndolo. Un chisporroteo de risas sutura la triple interferencia.

Una vez que se ha atravesado la experiencia de estar ante las obras de Andrés Denegri, Silvia Rivas y Gabriela Golder, nuestra percepción del paisaje ha sido destituida y refinada, cuanto menos conmovida, quizás transformada. Porque estas instalaciones tienen menos de acrobacia técnica que de alambique de los sentidos. Quien ingresa al laberinto no puede esperar salir indemne. Quien se abre al mundo sabe que no hay inmunidad para sus certezas, porque lo imprevisible es el atributo ineludible de la existencia.

CHRISTIAN FERRER

Fragmento de
En la calle, en el campo, en la frontera
Tres paisajes